El creador de la carrera más importante de ciclismo pensaba que solo un pedalista debería terminar la competencia. Y creó un reglamento que les hiciera miserable la vida a los deportistas.
Jacobo Hidalgo*
Sistema de cambios. Asistencia mecánica. Zona de alimentación. Relevos. Sí, estamos hablando de aspectos primordiales del ciclismo de ruta profesional. Difícil concebir este deporte sin ellos. Sin embargo, hubo una época en la que ciertos avances tecnológicos, la ayuda externa, y correr en equipo, estuvieron prohibidos.
Años de cargar bicis rotas a través de kilómetros buscando un taller en dónde repararlas, años de llenar los botellines en las fuentes a la vera del camino, años de llevar neumáticos de repuesto entre pecho y espalda. Ocurría en las primeras décadas del siglo XX, en los albores de las dos primeras grandes vueltas, el Tour de Francia y el Giro de Italia.
Reglamentos draconianos
Hablar sobre las reglas del ciclismo en sus primeros años nos remite a un personaje, tirano en sus dictámenes y cruel en sus objetivos: Henri Desgrange, el padre del Tour de Francia, conocido por regirlo con puño de hierro.
En palabras suyas, “el Tour ideal sería uno en el que solo un ciclista lograra completar el desafío”. Una oda al sufrimiento. Desgrange, para su satisfacción, introdujo un reglamento draconiano, lleno de normas que hacían miserable la vida a los pedalistas que se aventuraban en el Tour. Así ahondaban sus penurias ya presentes en vías sin asfalto, longilíneas jornadas de 300 y 400 kilómetros, y pasos montañosos que no eran más que camino de rebaños.
Desde la creación del Tour de Francia, en 1903, y hasta 1930, los ciclistas tenían prohibido cualquier tipo de ayuda mecánica. Apenas en 1923 pudieron cambiar de bicicleta durante la carrera, aunque tenía que estar completamente inutilizada y, además, había que llevarla hasta la meta. Desde 1925 se permitieron los relevos entre miembros de un mismo equipo: al principio Desgrange quería una competencia que premiara el esfuerzo individual; tanto así, que entre los deportistas estaba absolutamente prohibido compartir alimentos o repuestos.
Desgrange, para su satisfacción, introdujo un reglamento draconiano, lleno de normas que hacían miserable la vida a los pedalistas que se aventuraban en el Tour.
Apenas en 1937 se permitió el uso del rudimentario sistema de cambios, que no era más que un desviador de la cadena que permitía a los corredores cambiar de marcha; hasta entonces tenían que retirar la rueda trasera e invertir su sentido para usar un piñón grande o uno pequeño, de acuerdo con el terreno.
En 1956, pudieron cambiar las ruedas pinchadas, hasta ese año tenían que ser reparadas. Violar estas normas representaba sanciones, incluso de horas, suficientes para hundir las esperanzas de cualquier contendor al triunfo final.
Imaginar el ciclismo bajo estos preceptos es difícil, pareciera otro deporte, uno de supervivencia. No serían pocos los pedalistas que maldecirían a Desgrange mientras se desvaraban. Y no serían pocas las historias sobre infortunios que quedarían en diferentes reportajes.
El Vía crucis
Una de tantas historias sucedió en 1913: durante una maratoniana etapa montañosa, de 326 kilómetros, entre Bayona y Luchon, Pirineos franceses. Eugene Christophe, uno de los ases de la época, era el más fuerte en carrera, liderando en el Aubisque y coliderando en el Tourmalet, junto al belga Philippe Thys.
Pero, para desgracia de Christophe, a mitad del descenso del Tourmalet se rompió el tenedor de su bicicleta. Su mala suerte no podía ser peor: imposible reparar la pieza rota por sus propios medios y, el pueblo más cercano, Saint Marie de Campan, quedaba 10 kilómetros abajo.
Sin ganas de resignarse, Christophe caminó ese trayecto y, una vez en el pueblo, encontró una forja donde reparó su cicla. Invirtió tres horas y siempre bajo la atenta mirada de un comisario de la carrera, quien incluso lo penalizó con 10 minutos por recibir ayuda de un niño al soplar el fuelle de la forja. Christophe terminaría esa etapa a casi 4 horas de Thys. Sus esperanzas de ganar el Tour se desvanecieron.
No serían pocos los pedalistas que maldecirían a Desgrange mientras se desvaraban.
El ciclista belga Leon Scieur, en 1921, llegó como líder del Tour a la última etapa, pero destrozó una de sus ruedas y la reemplazó con la que le ofreció un espectador. Aún así, tuvo que echarse la rueda dañada a su espalda y rodar con ella hasta París. El eje de ésta se clavó en su espalda y le dejó una profunda herida. Scieur se consagró finalmente campeón del Tour y quedaría con una gran cicatriz, la mostraría con orgullo como prueba de su hazaña. Su anécdota se empequeñece si la comparamos con lo que le sucedió ocho años después a otro portador del Maillot Jaune.
En 1929, en la décima etapa, el francés Victor Fontan rompió su tenedor en una caída y decidió ir de puerta en puerta, en un pequeño pueblo, buscando una bicicleta prestada para completar la jornada. Pero eso fue lo de menos: durante 145 kilómetros pedaleó con la bicicleta averiada a cuestas, a través de pasos pirenaicos, como un Cristo del ciclismo. Al terminar la etapa abandonó la carrera en medio de lágrimas. Tal vez este episodio ablandó el corazón de Desgrange, quien, desde 1930, dejó que los ciclistas recibieran ayuda en caso de que sus máquinas fallaran.
Pero no todos los corredores permanecían callados ante lo inhumano del Tour y sus reglamentos estrictos. En 1924, Henri Pelissier, campeón un año atrás, y famoso por su fuerte temperamento, se enzarzó con Desgrange por una medida.
Por la escasez de materiales tras la Primera Guerra Mundial, en 1920 se introdujo una nueva norma: durante las etapas los ciclistas no debían deshacerse de ningún elemento con el que hubiesen salido, como repuestos o ropa.
A oídos de Desgrange llegó el rumor de que Pelissier se quitaba los maillots a mitad de las jornadas. Y decidió enviar a un comisario a verificar el hecho, el cual, de manera sorpresiva, levantó el jersey de Pelissier. El ciclista, en cólera, encaró a Desgrange y lo abofeteó, luego abandonó la carrera.
Henri y su hermano, Francis (también ciclista), dejaron clara su inconformidad contra las dictatoriales y absurdas reglas del Tour en el reportaje Los forzados de la carretera, de Albert Londres, posteriormente convertido en libro. “No sólo es necesario correr como bestias, sino helarse o asarse. Parece que eso también forma parte del deporte”, confesaba un Henri enojado.
Y agregaba: “No tienes ni idea de lo que es el Tour de Francia. Es un calvario. Más aún, el Vía Crucis tenía catorce estaciones, mientras que el nuestro tiene quince. Sufrimos desde la salida a la meta”. La metáfora del calvario encaja a la perfección con algunas de las situaciones que los corredores tenían que padecer, como ocurrió con Victor Fontan.
Algunas reglas han ido en contravía del esfuerzo de los ciclistas, por inducir resultados injustos o por su arbitrariedad. En el primer grupo, el sistema de clasificación por puntos en el Tour, entre 1905 y 1912; y en el Giro, entre 1909 y 1913. Similar a la actual clasificación de la regularidad, la general era el resultado de la sumatoria de las posiciones diarias de los pedalistas: el campeón no era necesariamente el que invirtiera el menor tiempo total. Bajo dicha modalidad, el campeón del Giro, en su primera y tercera edición, hubiese sido Giovanni Rossignoli y no sus compatriotas Luigi Ganna y Carlo Galetti.
“No tienes ni idea de lo que es el Tour de Francia. Es un calvario. Más aún, el Vía Crucis tenía catorce estaciones, mientras que el nuestro tiene quince. Sufrimos desde la salida a la meta”, Henri Pelissier.
Dentro de las medidas arbitrarias estaba el eliminar al último clasificado de la general en el Tour de Francia. Ocurrió en tres ediciones: 1939, 1948 y 1980, bajo el argumento de falta de heroicidad, el exceso de ciclistas que terminaban la prueba, y las licencias que algunos farolitos rojos (como se conoce al último clasificado de la general) se tomaban.
Ha pasado más de un siglo desde el nacimiento del ciclismo de competencia, pero sigue revolcándose en medio de su conservadurismo y de reglas retrógradas. Las innovaciones tecnológicas siguen siendo vistas con malos ojos; a los ciclistas se les vetan posiciones aerodinámicas, aduciéndose su seguridad (debate que da para otro texto); incluso se penaliza la altura inadecuada en los calcetines.
Algunas reglas han ido en contravía del esfuerzo de los ciclistas, por inducir resultados injustos o por su arbitrariedad.
Pareciera que el ciclismo ha cambiado en forma, pero no en espíritu. Irónicamente, las regulaciones en dos aspectos fundamentales tardaron: el uso del casco y las sustancias dopantes. La obligatoriedad de uno y la prohibición de las otras, llegaron con décadas de retraso; permitiendo que se perdieran vidas en el camino. La seguridad parece seguir siendo el capricho menor para aquellos que regulan este deporte.
* Antropólogo, aficionado al ciclismo. En Twitter: @paleohidalgo
FUENTE: LaRuedaSuelta.com